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LAS COSAS (BODEGÓN FALAZ)

En este proyecto Miguel Ángel Tornero retoma con intensidad la deriva fotográfica como punto de partida y como práctica que nos mantiene atentos a lo que sucede. Sumada a nuevas investigaciones e influenciado por otras prácticas cotidianas como la fotogrametría o el escaneado 3D con el propio dispositivo móvil, la información y las imágenes recopiladas vuelven a ser la materia prima de una elaboración en la que, cada vez más, demandan un volumen y una corporeidad mayor. Imaginemos que las imágenes pudieran sentir y decidir sobre su destino: aquellas que quieren un esqueleto (porque otras muchas preferirán quedarse en la esfera digital en la que se crearon) ya no se conforman con ser impresas; desean devenir objeto.


Al entrar en la exposición se suceden distintos escenarios que, cuidadosamente construidos, se apoderan del espacio y la narrativa. Ya sea directamente sobre el suelo o sobre unas mesas de trabajo que ejercen de peanas encontramos aluminios impresos, troquelados y
ensamblados que muestran elementos arrebatados a la ciudad. Ecosistemas a medio camino entre el bodegón, el collage, la escultura o el diorama, que nos llevan a un tiempo entre límites (material, mental, temporal) donde, como sucede al adentrarse en nuevos mundos, se desconoce si representan un absurdo o un ideal.


Con todo, esta exposición no es más que una contradicción. Significa abrazar los avances tecnológicos, pero rebelarse ante su tiranía. Poner en valor lo manual, pero recurrir a las máquinas industriales. Contemplar la renuncia a la ciudad una vez descubierta su trampa, pero al mismo tiempo conservar la fascinación de la idea romantizada de la misma. Perseguir la búsqueda de lo esencial (o al menos de algún tipo de verdad) a través de una construcción premeditada de falsas apariencias. Un bodegón falaz que no esconde sus engranajes.


Las manos, lo manual, la manipulación… nos indican que no sólo el sentido de la vista es necesario aquí, al tiempo que simbolizan la dualidad que entraña la ciudad como construcción. Son herramienta esencial durante el proceso, pero una máquina ha replicado su gesto a una escala mayor. La mano como creadora, desde lo alto, también corona Manojo, la obra principal que recuerda a su vez a una máquina recreativa de gancho que nos atrae con el cebo de un premio a nuestro alcance que, al final, resbala.


De los rastros y mercados de pulgas hemos aprendido el poder de la yuxtaposición; cómo la acumulación y contaminación vuelven a las cosas más poderosas, misteriosas y atractivas, enriqueciendo y multiplicando sus significados. “Las cosas” también es el título de aquel libro de Georges Perec -una historia de los años sesenta que conserva toda la vigencia e interés- en el que sus insatisfechos protagonistas esperan que, precisamente, las cosas cambien o algún día sean suyas. En nuestro contexto tal vez no sea más que un objeto de hojas amarilleadas por el tiempo que encontramos un domingo en el Rastro, conviviendo en un puesto con otro centenar de cosas: un órgano Casio, un pájaro disecado, un maniquí con peluca, una cubertería de plata incompleta, unos zapatos castellanos, un Nokia 3310, una lámpara Space Age, unos mitones de cuero, una bolsa de El Corte Inglés, unos patines blancos de cuchilla,
unos platillos que aturden…


Cuesta creer que ciertos elementos, hoy clásicos decadentes, fueran símbolo de modernidad. Como nosotros, antes molaban, y hoy hasta podrían percibirse como un icono de resistencia. En cualquier caso, se reconoce aún un disfrute y la necesidad del artista de vivir mirando, aunque las estructuras de la tragicomedia cada vez parezcan más inestables y la trama agonice. Todo se ha vuelto prescindible, precario y menos sorprendente, empezando por nosotros mismos; Aún así (o precisamente por ello) seguimos sin poder apartar la vista. La ciudad, todavía.


Ante el ruido de fondo Miguel Ángel Tornero recurre a su instinto. Disecciona, mezcla, analiza y recompone lo visto en un mecanismo donde el juego apacigua el rumor y permite retomar el control, comprendiendo que aquello a lo que le damos poder son, simplemente, cosas. Y esa es la última contradicción: que aquello que aquí nos ocupa no es lo verdaderamente importante.

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